Estamos entrelazados
September 1, 2022Era un hombre joven. Tenía un poco más de 20 años y estaba enfermo de cáncer. Su madre y su padrastro lo cuidaban hasta quedar completamente agotados. La familia no iba a la iglesia, pero un amigo de ellos era miembro de nuestra parroquia y me preguntó si podía visitarlos. Así es como llegué a caminar con ellos durante los últimos meses.
Hubo hospitalizaciones, y, al final, cuidados paliativos. El joven soportó con coraje estoico. Su madre y su padrastro nunca abandonaron su cuidado. Los amigos apoyaron a la familia trayendo comidas, y, a veces, simplemente sentándose con ellos en silencio. Por fin, recibí la llamada que sabía que vendría. El joven había muerto.
Conduje hasta la granja, pasando por el cementerio donde iba a ser enterrado. Cuando llegué, el padrastro abrió la puerta y me indicó que pasara a la sala de estar. El joven había muerto en los brazos de su madre. Había dejado de afeitarse en las últimas semanas, por lo que su barba había crecido. La madre acunaba el cuerpo de su hijo muerto. Como una estatua de la piedad moderna.
En el tiempo que pasé con la familia, descubrí que el padrastro no estaba bautizado. Voy a llamarlo Jim. Tuvimos muchas charlas sentados en la mesa de madera de la cocina; algunas fueron profundas, otras, no tanto.
Y Jim tenía preguntas: no tanto de por qué le había sucedido esto a su hijastro, sino de ¿dónde estaba Dios? ¿Dónde estaba la esperanza? Sabía que su esposa y su hijo habían sido bautizados. Jim quería saber qué significaba eso, qué diferencia hacía.
Contesté que Dios estaba con Jim en su dolor. Expliqué que el bautismo era el regalo de vida que traía perdón, que el bautismo nos hacía parte del cuerpo de Cristo, la iglesia, y que el bautismo hacía que los que habían estado alejados de Dios y unos de otros llegaran a ser parte de una misma familia. Le dije que el bautismo era una relación inquebrantable entre Dios y su pueblo porque Dios nos ama y no quiere perder a ninguno de nosotros, y ni siquiera la muerte nos puede separar de su amor.
Jim pidió ser bautizado. Se dio cuenta de que, como se ha dicho, el agua realmente es más espesa que la sangre. El bautismo no garantiza una vida sin luchas ni dificultades, pero nos hace parte de aquel que sufrió, murió y fue sepultado, y quien, a través de ese padecimiento y muerte, derrotó a la muerte. Entonces, en esa mesa de madera de la cocina, con un tazón de acero inoxidable lleno de agua, Jim fue bautizado en Cristo.
“¿Acaso no saben ustedes que todos los que fuimos bautizados para unirnos con Cristo en realidad fuimos bautizados para participar en su muerte? Por tanto, mediante el bautismo fuimos sepultados con él en su muerte, a fin de que, así como Cristo resucitó por el poder del Padre, también nosotros llevemos una vida nueva. En efecto, si hemos estado unidos con él en su muerte, sin duda también estaremos unidos con él en su resurrección” (Romanos 6:3-5).
Hemos atravesado un tiempo difícil en nuestro país y nuestra iglesia. No estoy segura de si alguna vez entenderemos completamente los efectos del estrés de la pandemia en todos nosotros. La pandemia puso al descubierto las desigualdades raciales y las disparidades en el acceso a la atención médica, la vivienda, el empleo y la aplicación de la ley. El discurso cívico se ha vuelto grosero y agresivo. Se ve la vida como un juego de suma cero: si tu bando obtiene algo, mi bando sale perdiendo.
Esto también se manifiesta en la iglesia. Por supuesto que hay lugar para el debate y el desacuerdo, hay lugar para confrontar a una parte de la iglesia cuando ha lastimado a otra. Incluso hay lugar para la ira justificada. Pero no hay lugar para disolver el vínculo del bautismo. Ni siquiera es posible. En Cristo somos individualmente miembros unos de otros. A veces podemos sentir que estamos atrapados el uno con el otro. Este es el gran misterio y la belleza del cuerpo herido de Cristo: estamos entrelazados. Alabado sea Aquel que nos hace uno.